No sabemos lo que comemos. Y parece que muchos no quieren explicarlo, ni otros entenderlo. Por un lado, asistimos en los últimos años al auge de una quimifobia (fobia por lo químico), que lleva a creer que los alimentos están tan manipulados que poco queda de su origen e ingredientes naturales, y a temer por los efectos que ciertos aditivos supondrán para nuestro organismo (y entorno). Por otro lado, la legislación europea y los huecos que deja hacen que el etiquetado de los productos sea a veces casi tan complicado de descifrar como el manuscrito Voynich, que los lingüistas hasta ahora han sido incapaces de decidir en qué idioma está escrito.

«En Europa basta con la mínima presencia de un cereal integral para poder decir que todo el producto lo es.»

La importancia de saber qué introducimos en nuestro organismo y cuál es su origen es evidente: sin la suficiente información no hay verdadera libertad de elección. Para poder llevar una dieta saludable es necesario –además de voluntad– disponer de datos claros y veraces sobre los ingredientes, las características y las propiedades de aquello que comemos ya que, en caso contrario, la voluntad se vuelve miope y las mejores intenciones y propósitos acaban más o menos truncados. Pero no solo eso. Hace falta además leer bien las etiquetas. ¿La razón? “Porque de ello depende no solo la salud de los consumidores, sino también la de su bolsillo ya que hay en el mercado productos más caros que se achacan a propiedades teóricamente saludables que no se justifican”, explica Yolanda Quintana, responsable de comunicación de la organización de consumidores CEACCU.

Un arma de decisión masiva

Las etiquetas, los datos que las empresas alimentarias deben ofrecer sobre sus productos, tienen un papel fundamental. “Aunque el etiquetado no debe tener un valor terapéutico, sí debe contribuir a evitar consumos irresponsables”, apunta Aitor Sánchez, dietista-nutricionista y miembro del comité científico de la Fundación Española de Dietistas-Nutricionistas (FEDN). Por ejemplo, puede servir para orientar el consumo de sal, aspecto importante en el desarrollo de la hipertensión. Y hasta tal punto puede incidir esa información que, aunque no hay estudios concluyentes, Sánchez asegura que “etiquetados más transparentes y mayores controles publicitarios se asocian a países con menores tasas de sobrepeso”. Julio Basulto, fundador del Grupo de Estudio, Revisión y Posicionamiento de la Asociación Española de Dietistas-Nutricionistas, además de nutricionista, también lo tiene claro: “Cuanta más información y más clara se ofrezca, mejores decisiones se pueden tomar”. Para Sánchez, “el etiquetado constituye la última barrera de defensa del consumidor ante posibles engaños”.

«100% natural ¿significa sin sustancias químicas? Y una magdalena sin azúcares añadidos ¿es sana? La respuesta a ambas preguntas es ‘no’.»

La enésima ley…

La información que deben aportar las etiquetas de los productos envasados (no están obligados a ello los que se venden a granel, en bares, restaurantes o pastelerías), está regulada por la UE, que en 2011 aprobó una normativa que se ha ido implantando en los últimos años. A grandes rasgos esto es lo que dice que debe aparecer en la etiqueta de un producto alimenticio:

  • Lista de ingredientes. Deben ir en orden de mayor a menor peso en todos los productos alimenticios, excepto en los compuestos por un único ingrediente o en las bebidas alcohólicas con más de 1,2% de volumen de alcohol. En este apartado se incluyen los aditivos, los famosos números E (códigos asignados).
  • Alérgenos. Las sustancias que se ha demostrado que pueden causar alergias o intolerancias, como el gluten, cacahuetes, leche o frutos de cáscara, deben ir impresos de manera destacada con respecto al resto de ingredientes y con un tamaño mínimo de letra. El resto debe medir, como poco, 1,2 milímetros, “la mitad de lo que se exige, por ejemplo, a los prospectos de los medicamentos”, subraya Yolanda Quintana.
  • Fecha de consumo preferente o caducidad. Entendido el primero como el periodo en el que conserva todas sus propiedades, incluidas las organolépticas (las percibidas por los órganos de los sentidos, que, relativos a la comida son sabor, color, aroma y textura); y el segundo, como el día a partir del cual su consumo ya no es seguro.
  • País de origen o lugar de procedencia. Hasta la nueva ley de 2011, incluirlo solo era obligatorio en algunos productos como la miel, las frutas y hortalizas, el pescado, los huevos, el aceite de oliva o en la carne de vacuno a raíz de la crisis de las vacas locas. Ahora se ha extendido a otras carnes como las de cerdo y pollo.
  • Información nutricional. Incluye el valor energético (calorías) que aporta por cada 100 gramos o 100 mililitros de producto, así como el porcentaje que representa sobre la cantidad diaria recomendada (CDR). Ésta toma como referencia la que debería consumir teóricamente una mujer adulta, 2000 calorías. Se trata de una medida conservadora, ya que a un hombre adulto le corresponderían 2500 calorías, una cifra que puede llevar a error en el caso de productos destinados a los niños. Además, debe especificarse la cantidad de grasas totales, grasas saturadas, hidratos de carbono, azúcares (la parte de los hidratos de carbono, en principio, menos saludable), las proteínas y la sal. También, si quieren, las empresas podrán informar sobre el contenido de vitaminas y minerales siempre que supere el 15% de las cantidades diarias recomendadas. La información nutricional hasta ahora era optativa y aunque la mayoría de las empresas ya la ha incorporado, no será obligatoria hasta diciembre de este año 2016.

… que no satisface a (casi) nadie

Para la CEACCU este etiquetado es “irrisorio” y la nueva legislación “una oportunidad perdida”. Aun así, tanto esta como la Federación Española de Industrias de la Alimentación y Bebidas (FIAB) admiten mejoras sobre la anterior. Entre ellas, la obligación de dar información nutricional; la exigencia de llamar sal a la sal (que antes se escondía tras su elemento más perjudicial, el sodio, cifra 2,5 veces menor) y, señala Sanchez, “la agrupación de toda la información en un lugar concreto del empaquetado (aunque la CEACCU echa en falta que no deba ir en la cara principal del producto), y que se haya acabado con el corralito de las grasas vegetales”. Antes no era obligatorio especificar su origen, pudiendo dar a entender que todas eran saludables, cuando aceites como los de coco o palma distan mucho de serlo.

No nos distraigan, por favor

Para Aitor Sánchez lo fundamental es que la información se entienda, algo en ocasiones muy complicado. Sobre todo, en determinadas declaraciones nutricionales y de salud: “En esos anuncios que van en la parte frontal de los productos sobre el contenido de un ingrediente que han añadido para hacer parecer como sano algo que no lo es”. Basulto menciona el hierro: “Si se añade a un bollo industrial hasta un 15% de la cantidad diaria recomendada de este mineral, se pueden alegar algunas de sus propiedades saludables y vender como tal un producto que en realidad está muy lejos de serlo”. O los alimentos sin azúcar: “Que una magdalena anuncie que lleva cero azúcares añadidos no la convierte ni de lejos en un alimento sano”, advierte Sánchez. Lo integral también es digno de mención: en EE UU, para poder anunciar un producto como tal, su composición en cereales integrales debe superar una cantidad establecida. En Europa, sin embargo, basta con su sola presencia aunque represente un valor ínfimo. Así pues, conviene comprobar el lugar que ocupa lo integral entre los ingredientes para saber su peso en la fórmula total. Algo similar ocurre con productos como el aceite de oliva virgen, que con solo formar parte de la lista, no importa en qué cantidad, permite anunciarlo a bombo y platillo.

«Para poder llevar una dieta saludable es necesario –además de voluntad– disponer de datos claros y veraces sobre los ingredientes, las características y las propiedades de aquello que comemos ya que, en caso contrario, las mejores intenciones y propósitos acaban más o menos truncados.»

Descifrando el código etiqueta

Hidratos de carbono y azúcar. En la etiqueta aparecerá siempre el contenido total en hidratos de carbono y se añadirá un “de los cuales, azúcares…”. Los azúcares son siempre hidratos de carbono, pero no al revés. En general, cuando se usa el término azúcar se refiere a una molécula simple, particularmente perjudicial porque sube muy rápidamente en sangre y aumenta el riesgo de diabetes. Por eso suele ser mejor reducirlo en favor de hidratos de carbono más complejos. Y cuidado con la fructosa, el azúcar de la fruta. Aunque se anuncie como saludable, cuando se añade a los alimentos no parece más sana a largo plazo que el azúcar como tal.
Grasas. La etiqueta debe mostrar el contenido total y además la cantidad de saturadas. En principio, estas últimas son de las más perjudiciales pero los últimos estudios no lo tienen tan claro, al menos no consideradas de forma global. “No hay que demonizar a las grasas saturadas”, apunta Sánchez. Lo que hay que evitar son las que se encuentran en productos procesados, más “industriales”. Y huir de las ‘trans’, típicas por ejemplo de la bollería. En los ingredientes aparecen como “parcialmente hidrogenadas”.
Aditivos. Uno de los grandes problemas es que pueden tener más de un nombre (“algunos tienen cinco o seis”, explica Antonio Díaz, de Midiadia). Lo más común es que aparezcan con una E seguida de un número. Si este es de la serie del 100 se trata de un colorante, si es de la del 200, un conservante. Es un antioxidante si está en la serie del 300; un espesante si está en la del 400; un regulador de acidez en la del 500 y un potenciador del sabor si está en la del 600. En algunos casos son necesarios y seguros. “Pero que lo sean no significa que sean inocuos”, afirma Sánchez. Pueden, por ejemplo, alterar el sentido del gusto, incitándonos a consumir productos cada vez más dulces.

Pero denuncian muchas carencias… Por ejemplo, explica la CEACCU, “la ley anterior, aunque la interpretación era subjetiva, decía que debía establecerse para el etiquetado una letra legible e indeleble y el tamaño actual está lejos de lo que pedíamos”. O adoptar una unidad de porción congruente con su consumo real porque, añade Sánchez, “los 30 gramos estimados para una ración de cereales” no lo es. ¿Y cómo se calculan esas raciones? “Vienen estimadas por los propios fabricantes que, además, las hacen diferentes a las de su competencia para que sea imposible comparar productos similares de distintas marcas”, advierte Antonio Díaz, de Midiadia, una startup con sede en Vigo que analiza la información en las etiquetas para que las empresas entiendan mejor sus catálogos frente a los de la competencia.
Otra de las críticas más comunes es la falta de transparencia sobre determinados datos: el hecho de que las bebidas alcohólicas no deban especificar sus ingredientes; que no sea obligatorio mencionar el contenido de grasas trans, –las más perjudiciales, que en opinión de Julio Basulto deberían estar “directamente prohibidas”–; y que en algunos casos no sea obligatorio indicar el país de origen o lugar de procedencia “lo que permite que muchos productos se vendan anunciándose, cuando interesa, como si sus ingredientes procedieran del lugar donde se encuentra la sede de la empresa. Por ejemplo, vender como Espárragos de Navarra piezas que en realidad proceden de otros países”, avisa la CEACCU.
Jesús Méndez González
 
Fuente: diario «El País» Buena Vida
Fotografía: diario «El País»
http://elpais.com/elpais/2016/04/05/buenavida/1459858754_374510.html