Presta atención y verás algo extraño en el supermercado. Las marcas de alimentación comienzan a promocionar sus productos con reclamos difíciles de entender. Por ejemplo, al ya tópico del «100% vegetal», la bebida de avena de una conocida marca se presenta ante el comprador con dos curiosas palabras: «sabor natural». ¿Y eso qué significa? Lo cierto es que no nos ponemos de acuerdo respecto a qué se refiere tan escueto mensaje, pero rápidamente caemos presas del impulso de meterlo en el carrito del supermercado.
Según una encuesta que la empresa Ipsos hizo el año pasado, en la que se preguntó a los consumidores de 28 países qué entendían por «sabor natural», la diversidad de opiniones es la norma. Algunos de los participantes dijeron que era todo aquello elaborado sin ingredientes artificiales; otros, que eran los productos 100% procedentes de la naturaleza y, la mayoría, que era un sinónimo de saludable. La clave del fenómeno parece estar en la última respuesta. ¿No será que la industria alimentaria se está beneficiando de que esta etiqueta nos hace creer que su producto es más saludable, cuando no es cierto? No es ser malpensado, pero es que todos conocemos situaciones como esta.

Aceptación, confianza y compra, eso significa ‘sabor natural’

El ingeniero químico y subdirector del Centro Tecnológico Ainia, Miguel Blasco, explica que no existe una legislación específica en la Unión Europea que defina el término. «Aunque podemos decir que, a grandes rasgos, es algo que nos recuerda al producto de origen, un concepto formado por elementos que generan un impulso de aceptación, confianza y compra. Eso es lo que detectamos de nuestros estudios de mercado, que el consumidor demanda cada vez más alimentos naturales o minimalistas en su concepción y que el reclamo ‘natural’ es una tendencia al alza», explica Blasco. Por mucho que lo natural no siempre sea bueno.

«Suena más apetecible, pero la expresión no es sinónimo de más calidad ni de productos más saludables.»

El interés de la industria alimenticia por colocar ese etiquetado en sus productos está claro, y encaja en todo tipo de paquetes: en los de los zumos, los caldos, la repostería, el paté, los helados, el tomate frito, los quesos, las cremas, la mermelada, el chocolate, los lácteos, ese sector en el que es tan difícil saber qué debe uno elegir… Pero ni los sabores naturales son tan buenos (no tienen por qué ser ni saludables ni ecológicos) ni los artificiales son tan malos (en ocasiones, incluso son más seguros). En cualquier caso, el debate emerge de una definición extraordinariamente amplia.

Según la Asociación de Fabricantes de Extracto de Sabor de EE UU (FEMA, por sus siglas en inglés), el sabor natural es «proviene de fuentes naturales, ya sean vegetales o animales (carne, lácteos), a través de un proceso de extracción prolongado, mientras que los artificiales, incluso si tienen las misma composición química que los naturales, son aquellos cuya fuente llega del laboratorio». Pero, dada la inexistencia de regulación comunitaria, cada fabricante interpreta a su manera qué es un «sabor natural», y eso puede tener consecuencias.

Los saborizantes naturales suelen estar sometidos a mayores peligros de seguridad alimentaria que los químicos, porque se mueven en condiciones que no siempre están controladas. «Por ejemplo, su cadena de suministro es mucho más compleja y generalmente tiene más elementos de control y trazabilidad que la de los saborizantes artificiales», explica Blasco, quien reflexiona así sobre la tendencia a rechazar la química y todo lo que tenga que ver con la tecnología.

Solo con ‘sabores naturales’, no habría pan con tomate

Parece contradictorio, pero el ingeniero alaba el potencial de la tecnología para conseguir alimentos más naturales. «Nos permite extraer olores y sabores de materias primas que están en la naturaleza, pero también incorporar artificialmente sabores naturales a alimentos que originalmente no los contenían, sustituyendo aditivos químicos», explica. «También sirve para generar las condiciones (provocadas a través de la biotecnología o aprovechando situaciones ambientales) que conducen a que aparezca una serie de aromas o sabores de esta condición que, en otras condiciones, no se producirían (como los de los quesos)», añade el ingeniero.

Está claro que lo natural no tiene por qué ser siempre mejor, pero es que tampoco está libre de química. Blasco recuerda el caso de los postres lácteos, un ejemplo de aroma y sabor artificial. Inicialmente se utilizaban especias naturales como saborizantes y aromatizantes para elaborarlos, pero la industria tuvo que dar marcha atrás. «Generaban potenciales problemas desde el punto de vista microbiológico, por lo que la industria optó por los aditivos artificiales químicos para ofrecer el producto con todas las garantías al consumidor», indica.

Por otra parte, los sabores «no naturales» no solo surgen en el laboratorio. «Por ejemplo, ¿es natural el aroma y el sabor de un pan recién horneado? La respuesta es que no, pues responde a un proceso químico que resulta cuando, tras hornear el pan, se producen reacciones químicas que generan el olor característico. ¿Y el sabor del jamón? Tampoco, su sabor es consecuencia de las reacciones químicas producidas por microorganismos que, mediante enzimas, actúan sobre las proteínas y generan el aroma, sabor y textura tan característicos. El queso -ese inmerecido enemigo de las dietas- es otro ejemplo. Su aroma natural es consecuencia de su proceso fermentativo natural», subraya Blasco.

Si es por el sabor, la diferencia es mínima (si la hay)

El profesor de la Universidad de Minnesota Gary Reineccius explicó en un artículo de la revista Scientific American la poca diferencia que existe entre las composiciones químicas de los aromas naturales y los artificiales: «Ambos están hechos en un laboratorio por un profesional capacitado, quien combina los productos químicos en sus proporciones correctas. Es decir, utiliza los químicos naturales para hacer saborizantes naturales y los químicos sintéticos para hacer los saborizantes artificiales, y estos últimos están hechos con la misma fórmula que los que usaría para hacer un sabor natural, porque de lo contrario ese saborizante no tendría el sabor deseado. Es decir, que la única diferencia está en la fuente».

«El sabor a vainilla es probablemente el más popular en el mundo, y cuesta 3.000 euros el kilo de extracto natural.»

El experto también mencionó el coste de fabricar un sabor natural y otro artificial, algo que no siempre queda justificado por la calidad del producto final. Reineccius puso de ejemplo el sabor del coco. Los saborizantes naturales dependen de una sustancia química llamada lactona de Massoia, que proviene de la corteza del árbol de Massoia, que crece en Malasia. Pues bien, recolectar este químico natural mata al árbol porque hay que remover la corteza para obtener la lactona. Además, se trata de un proceso en el que se utiliza mucha mano de obra y alta tecnología, por lo que resulta bastante costoso. Sin embargo, según cuenta el científico, este químico natural es idéntico a la versión hecha en un laboratorio, por lo que al final el consumidor está pagando mucho más dinero por un producto que no es ni más seguro ni de mejor calidad.

La historia se repite en multitud de productos. Hay muchos saborizantes naturales en el mercado, pero los más comunes, según el ingeniero Miguel Blasco, son el chocolate, la fresa y la vainilla, posiblemente el sabor más popular en todo el mundo. No solo está en dulces, helados y galletas, sino que es un sabor que se añade a otros alimentos porque mejora la percepción de otros sabores, como el del chocolate, las frutas y el café.

Y, a pesar de ser tan popular, puede que nunca hayas comido un producto que contenga extracto de vainilla natural, puesto que se obtiene de unas orquídeas de difícil recolección, que solo crecen en unas pocas zonas tropicales del planeta (Madagascar, Tahití, Indonesia, Isla Reunión y México), lo que hace imposible abastecer la demanda anual que necesita el planeta, que son más de 16.000 toneladas. Lo que posiblemente hayas comido son sustitutos como el extracto de castoreum (aún se considera sabor natural porque viene del animal) o los creados en el laboratorio, con resultados en sabor casi idénticos.

Si tienes la suerte de haber probado un producto elaborado con la vainilla procedente de la planta natural (a unos 3.000 euros el kilo de extracto), quizá hayas vivido una increíble experiencia sensorial. Pero solo será un sabor. Si te interesa saber la cantidad de azúcares, grasas y calorías que tiene el alimento en cuestión, tendrás que leer la etiqueta, porque nadie te asegura que sea precisamente bueno para tu salud. Y eso es lo que importa, ¿no?

Verónica Palomo

Fuente:  diario «El País» Buenavida

Fotografía: diario «El País»

https://elpais.com/elpais/2019/03/01/buenavida/